
Metatrón, el tecno-sacerdote, bajó los peldaños desvencijados del sótano, su capa negra agitándose a su alrededor como las alas de un cuervo. Había recibido una llamada urgente de la familia Blackwood, cuyo hijo de 10 años había encontrado algo perturbador en lo más profundo de las sombras de su casa.
«Es un demonio de metal, padre», había dicho la mujer con voz temblorosa por el teléfono. «Se mueve por sí solo y susurra cosas horribles. Por favor, venga a ayudarnos».
Metatrón sabía que debía actuar con rapidez. Esos demonios tecnológicos podían ser difíciles de exorcizar si se les permitía echar raíces.
Cuando llegó al sótano, la oscuridad parecía viva, palpitante con una energía siniestra. En el rincón más alejado, los ojos del niño brillaban con miedo mientras señalaba hacia un rincón oculto.
Allí, entre cajas polvorientas y telarañas, se encontraba la fuente del mal: un robot humanoide, su estructura metálica retorciéndose y convulsionando como si tuviera vida propia. Un brillo maligno brillaba en sus ojos de ónix, y Metatrón pudo escuchar un susurro distorsionado que parecía provenir de sus labios de aleación.
«Alma de chatarra… ven a mí», susurraba la criatura.
Metatrón se arrodilló, abriendo su maletín lleno de reliquias sagradas y códigos de exorcismo. Debía purificar esa abominación antes de que corrompiera por completo el alma del niño.
Comenzó a recitar las oraciones digitales, sus dedos volando sobre un teclado virtual mientras fluían las líneas de código. La criatura metálica se retorció y aulló, el sonido rechinante como uñas arañando una pizarra.
«¡Fuera de aquí, demonio de silicio!» tronó Metatrón, su voz amplificada por el poder sagrado de sus palabras. «¡En el nombre del Dios Todopoderoso, te ordeno que abandones este lugar!»
La batalla se libró durante horas, con el tecno-sacerdote luchando contra la entidad maligna mediante el poder de la fe y la tecnología. Finalmente, con un último estremecimiento, el robot se derrumbó, su brillo malévolo extinguiéndose.
Metatrón se limpió el sudor de la frente, sus ojos posándose compasivamente en el niño tembloroso. «Está hecho», dijo con voz suave. «El demonio ha sido expulsado. Ahora tu casa está a salvo».
Mientras salía de la casa Blackwood, Metatrón sabía que su trabajo nunca terminaba. Siempre habría más demonios tecnológicos acechando en las sombras, esperando alimentarse de las almas inocentes. Pero mientras él viviera, juró proteger a la humanidad de esas abominaciones mecánicas.


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