La noche en la misión abandonada había sido intranquila, plagada de sueños fragmentados donde los símbolos de las catacumbas se entremezclaban con visiones del libro profético. El amanecer los encontró exhaustos pero alertas, conscientes de que cada momento que pasaba los acercaba más al 7 de julio.
El sonido de voces y motores los sobresaltó. A través de la vegetación que había reclamado la misión, vieron una camioneta pickup y a varios hombres con uniformes de guardaparques que intentaban controlar a un grupo de carpinchos.
«Son ecologistas,» susurró Fernando, observando cómo manipulaban con cuidado a los grandes roedores. «Están haciendo un censo de población.»
Anna notó algo en los carpinchos que le heló la sangre. Sus ojos tenían un brillo verdoso antinatural, similar al del libro del líder. «Miren sus ojos,» murmuró. «La infección… no solo afecta a los árboles.»
Decidieron arriesgarse a pedir ayuda. Los ecologistas, ajenos a cualquier anomalía en los animales, accedieron a llevarlos hasta la ciudad más cercana. Mientras subían a la parte trasera de la pickup, Anna no pudo evitar notar que los carpinchos en sus jaulas parecían seguirlos con una mirada demasiado consciente.
No habían recorrido ni cinco kilómetros cuando lo vieron: una caravana de vehículos blancos emergiendo de un camino lateral. Al frente iba el coche del líder.
«¡Nos encontraron!» gritó Akio, mientras la pickup aceleraba por los caminos de tierra.
La persecución fue frenética. Los vehículos blancos se movían con una precisión antinatural, como si fueran controlados por una única mente. Los ecologistas, sin entender completamente el peligro pero sintiendo su urgencia, condujeron hacia un camino forestal intentando perderlos.
La pickup derrapó en una curva pronunciada. Los ecologistas salieron despedidos, y antes de que pudieran detenerse a ayudarlos, Anna vio que los seguidores se acercaban.
«¡Conduce!» gritó, tomando el volante mientras Fernando pisaba el acelerador.
Se internaron más profundo en el bosque, donde los árboles mostraban signos cada vez más evidentes de la infección: corteza ennegrecida, ramas retorcidas en ángulos imposibles, y ese brillo verdoso pulsando débilmente bajo la superficie.
Cuando finalmente el motor tosió y se detuvo, se encontraron en las afueras de un pequeño poblado. Las casas, de adobe y madera, parecían normales a primera vista, pero había algo… extraño en su geometría, como si los ángulos no encajaran del todo bien.
«Necesitamos ayuda,» dijo Fernando, pero cuando los habitantes comenzaron a salir de sus casas, Anna sintió que el pánico se apoderaba de ella.
Cada rostro que veían era una máscara de serenidad artificial. Sus ojos, vidriosos y sin expresión, reflejaban el mismo brillo verdoso que habían visto en los carpinchos. Se movían con una gracia antinatural, como si flotaran más que caminar.
«No son personas,» susurró Akio. «Al menos, ya no.»
Un anciano se acercó a ellos, sonriendo con una sonrisa demasiado perfecta. «Bienvenidos,» dijo con una voz que parecía provenir de todas partes y de ninguna. «Los estábamos esperando.»
Anna notó que los símbolos que habían visto en las catacumbas estaban sutilmente grabados en las paredes de las casas, casi invisibles a menos que se supiera dónde mirar. Este pueblo no era un refugio: era otra trampa.
Y el 7 de julio estaba cada vez más cerca.


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