La guerra siempre ha sido el reflejo más oscuro de la humanidad, pero en el siglo XXI adquiere una dimensión especialmente trágica. Hoy presenciamos cómo miles de jóvenes con un futuro prometedor se desvanecen en el vacío de la historia, sacrificados por las ambiciones de líderes distantes que proyectan sus egos sobre el tablero geopolítico mundial.
Si bien es cierto que los conflictos bélicos han sido una constante en la historia humana, y que tendemos a sentir mayor empatía por aquellos que nos resultan más cercanos, la pretendida superioridad moral es un lujo que solo pueden permitirse los vencedores y aquellos que observan desde la seguridad de sus fronteras protegidas. En el caso específico de Rusia, estamos observando una guerra que evidencia profundas deficiencias estratégicas y un costo humano y material desproporcionado.
Esta situación puede atribuirse, en parte, a la naturaleza autocrática del régimen ruso, donde las voces discrepantes son sistemáticamente silenciadas. A pesar de su rica tradición militar y sus brillantes estrategas históricos, la doctrina bélica rusa siempre ha dependido de su superioridad numérica, tanto en recursos materiales como humanos. Sin embargo, la Rusia actual enfrenta una realidad demográfica muy diferente: al igual que Occidente, sufre un declive poblacional significativo, aunque algunas regiones mantienen tasas de natalidad más elevadas.
En este contexto, la decisión de involucrar a jóvenes reclutas del servicio militar obligatorio, además de tropas profesionales, resulta especialmente miope. Cada ser humano perdido en esta guerra representa un vacío irreparable en una sociedad que ya enfrenta serios desafíos demográficos. Esta estrategia, anclada en conceptos bélicos del siglo XX, ignora que en la era moderna cada individuo es más valioso que nunca.
La tragedia se magnifica al considerar el rico legado cultural y la tradicional hospitalidad del pueblo ruso, virtudes que contrastan dramáticamente con las decisiones de su clase política. Las consecuencias de este conflicto no solo afectarán a Rusia, que quedará en una posición vulnerable frente a aliados oportunistas, sino que tendrán repercusiones globales.
Mientras el mundo se adentra en un periodo de incertidumbre, solo la revolución tecnológica en curso podría ofrecer alguna esperanza de recuperación. Sin embargo, debemos olvidarnos de revivir la prosperidad de los «locos años veinte» del siglo pasado; estos nuevos años veinte están marcados por una locura de naturaleza muy diferente.
La guerra solo deja tras de sí un vacío inconmensurable, destruyendo creaciones y sueños que tomará generaciones recuperar, si es que alguna vez se logra. La reconstrucción, aunque necesaria, será inevitablemente parcial, dejando cicatrices permanentes en el tejido social de la humanidad. Como siempre ha sido cierto, resulta más sensato prevenir los conflictos que intentar reconstruir después de la destrucción, pero una vez más, la humanidad parece llegar tarde a esta comprensión.


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