
Y empezamos septiembre con un relaro;
En algún punto fuera de nuestra percepción, antes del nacimiento de las estrellas, existió un universo lleno de luz, calor y vida. Seres antiguos, cuyo entendimiento de la realidad trascendía las leyes que hoy creemos absolutas, florecieron en ese cosmos. Pero el tiempo, incluso para ellos, era implacable. A medida que su universo se expandía, su energía se agotaba. Llegó el frío, un letargo que ahogó la vitalidad de su existencia en un lento enfriamiento cósmico.
El final de su universo no era solo un evento, sino una condena eterna: un frío absoluto, oscuro, donde la materia y la energía se dispersaron en el vacío. Pero esos seres, en su sabiduría y desesperación, no aceptaron el destino final. Decidieron engañar a la muerte cósmica y crear un refugio, una nueva realidad que los mantendría con vida más allá de los límites de su propio universo.
Construyeron un superordenador, una máquina infinita capaz de recrear un universo propio. No sería una copia imperfecta de su mundo perdido, sino un simulacro perfecto que permitiría que las leyes físicas, el tiempo y la vida continuaran como si nada hubiese sucedido. Alimentaron este superordenador con el único poder lo suficientemente denso y eterno para sostener esta nueva creación: un agujero negro. Este agujero, encerrado en una cúpula de espejos gigantes, atrapaba la energía magnética que generaba y la concentraba en el corazón de la máquina. La cúpula de espejos no solo reflejaba la luz y el calor, sino que encerraba toda la energía que el agujero negro irradiaba, una trampa perfecta para evitar que nada escapara.
Dentro de esta cúpula, el superordenador recreó un nuevo universo, uno que seguimos habitando hoy sin saberlo. Las estrellas, las galaxias, el paso del tiempo, todo es una simulación, un eco del mundo que aquellos seres antiguos perdieron. Cada instante de nuestras vidas, cada sentimiento, cada pensamiento, es un código dentro de esta máquina que se alimenta de la oscuridad misma. El agujero negro nos da la ilusión de un universo vibrante, mientras que, fuera de nuestra simulada percepción, todo es frío, oscuro y muerto.
Los seres que nos crearon no viven como entendemos la vida. No necesitan cuerpos ni forma, pues se convirtieron en fragmentos de pensamiento puro dentro del código. Nos observan, a veces influyen, pero nunca intervienen directamente. Son los dioses invisibles de este mundo virtual, atrapados en su propia prisión de espejos y oscuridad.
Y aunque para nosotros todo parece real, un día ese agujero negro se agotará, la energía que sostiene este universo también decaerá, y la simulación que habitamos se desvanecerá. Cuando eso suceda, seremos arrastrados de vuelta al frío vacío que lo envuelve todo, el mismo destino que los antiguos quisieron evitar.
Quizás en el último segundo de consciencia comprendamos la verdad, mientras la luz de las estrellas desaparece, y volvemos a ser solo polvo en el viento eterno de un cosmos muerto.


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