Dicen que a partir de los 35 años comienza a manifestarse un aroma particular, no metafóricamente sino físicamente. Un olor que algunos denominan «a anciano». Junto con el lento e inexorable blanqueamiento de mi barba, llevo ya cinco años experimentando este cambio olfativo, aunque para mí pase inadvertido.
La generación de los 80 fue una buena hornada, lo afirmo no situándome como centro del universo, sino por la calidad humana de mis contemporáneos; unos nacidos antes, otros después. Personas educadas con valores sólidos y criadas en circunstancias que las han moldeado de manera excepcional. Es lamentable que nos encontremos ya inmersos en una vorágine de crisis periódicas que pondrán a prueba nuestra resistencia, tal como sucedió con nuestros antepasados.
Observo en las redes sociales cómo algunos padecen la llamada «crisis de los cuarenta»: ese anhelo por revivir la juventud o presumir de asuntos que ya no corresponden a esta etapa vital. Otros atraviesan una crisis existencial, preocupados por dejar huella en un mundo donde somos apenas minúsculas fracciones de un código infinito de la vida misma, una preocupación que carece de sentido práctico.
Todo es, en esencia, vacuidad. Es improbable que seamos recordados más allá de nuestro pequeño círculo, excepto por aquellos que alcanzaron la fama, quienes perdurarán un poco más en la memoria colectiva. Incluso los grandes acontecimientos históricos se recuerdan más por los hechos en sí que por sus protagonistas, de quienes apenas conservamos trazos vagos o caricaturas distorsionadas.
Por lo tanto, ante esta crisis vital, me centraré únicamente en preservar mis valores fundamentales y en realizar actividades que mantengan activos tanto mi cuerpo como mi mente. Al reflexionar sobre esto, evoco el lema del gimnasio de mi colegio: «Mens sana in corpore sano», aunque no descarto ejercitar la mente por separado.
Deseo dedicar más tiempo al ajedrez y otros juegos de lógica. También añoro el teatro y los juegos de rol, actividades que abandoné hace años. Con las niñas en casa, recuperar estas aficiones puede resultar complicado, pero anhelo retomar estas facetas que tanto vigor aportan a la imaginación y fortalecen la autoestima.
Las matemáticas nunca fueron mi fuerte, pero ayudar a mi pequeña me obliga a recordar y practicar, lo cual resulta ideal para mi agilidad mental. Con la más pequeña, comenzaré sutil pero persistentemente a fomentar su interés por esta disciplina tan crucial en nuestras vidas.
Continuaré escribiendo y divagando, caminando y corriendo. Intentaré dedicar más tiempo a aquellas actividades que he ido olvidando o abandonando por falta de tiempo. Por supuesto, mantendré la precaución y los estándares actuales de higiene, porque no solo está en juego mi salud, sino también la de mis seres queridos.
En el ámbito laboral, los cambios son inminentes y refinar ideas requiere tiempo y dedicación. Las perspectivas son desalentadoras y las dudas conforman un vasto océano aparentemente infranqueable que debemos atravesar en una frágil embarcación. Esta situación no se resuelve con autocastigo, estrés mental o maltrato psicológico. La clave está en adaptarse: ¡reciclarse o perecer! Porque, como mencioné al principio, para el mercado laboral uno ya «huele a viejo» desde hace tiempo…
¡Salud y buena fortuna para todos!


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