«Errores Improbables»
Corría el año 1993, yo era un preadolescente de 13 años cuyas mayores aficiones eran compartir tiempo con los amigos jugando al fútbol o sumergiéndome en los juegos de rol. Mi imaginación, que siempre ha sido mi mayor virtud, me hacía destacar especialmente en estos últimos. Sin embargo, los juegos disponibles en aquella época me parecían poco realistas: o bien eran demasiado cyberpunk (género que, por cierto, me fascinaba) o se centraban en elementos paranormales, que eran los más comunes.
Anhelaba crear algo contemporáneo, con un toque futurista pero conservando la esencia de la recién finalizada Guerra Fría. Así nació mi creación: un juego basado en un accidente de laboratorio donde una bacteria escapada estaba consumiendo el petróleo mundial. Elaboré ilustraciones, las recorté cuidadosamente y diseñé un sistema que utilizaba figuras de wargames como soporte. Irónicamente, el juego nunca llegó a jugarse, y lo único que mis amigos recordarían años después sería un error absurdo en el lugar más visible: el título de la portada, donde escribí precipitadamente «Gerra Genética».
Los errores son inherentes a la condición humana. La clave está en tener paciencia y reflexionar sobre nuestras acciones, ya sean pequeños deslices como el mencionado o equivocaciones trascendentales que alteran el curso de nuestras vidas. Cuando nos encontramos en caminos de difícil retorno, la mejor estrategia es adaptarse e intentar reconducir la situación con las herramientas disponibles. Enjoy the error.
Este paradigma se refleja también en la política actual. Más allá de la simple incompetencia o los errores puntuales, enfrentamos un fallo sistémico caracterizado por la ausencia de planificación a largo plazo y la falta de cooperación en situaciones de crisis. Los movimientos de regeneración democrática cada vez cobran más sentido, proponiendo alternativas al modelo vigente. No podemos seguir dependiendo de personas sin preparación que operan por ensayo y error, rodeadas de asesores elegidos por afinidad ideológica en lugar de competencia profesional.
El abstencionismo comienza a perfilarse como una vía para catalizar el cambio. Necesitamos gestores competentes en lugar de ideólogos, y una democracia verdaderamente participativa. La tecnología actual y las redes sociales ofrecen el marco necesario, aunque requeriría un mayor compromiso ciudadano. Los políticos seguirían existiendo, pero desde la vocación de servicio y no desde la expectativa de una vida cómoda a expensas del erario público.
La demagogia se expande mientras la razón retrocede en Occidente. Nos hemos convertido en una audiencia complaciente ante actores mediocres que nos dicen lo que queremos oír. Resulta incomprensible ver cómo la gente se adhiere a etiquetas políticas y defiende a sus representantes con fervor casi religioso, ignorando que el sistema necesita una profunda renovación. La historia nos muestra qué funciona y qué no, y las estadísticas, aunque sea intuitivamente, nos revelan las debilidades de la humanidad. Quienes afirman que la política es intrínsecamente negativa se equivocan: el verdadero error es que la forma de hacer política apenas haya evolucionado pese a nuestros avances tecnológicos y culturales.


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