El vagón se mecía en una penumbra inquietante, donde las bombillas LED pendían como ojos agonizantes, balanceándose al ritmo enfermizo del tren. Las ventanas sucias filtraban un atardecer mortecino, como si el mismo sol temiera asomarse a ese espacio donde la realidad parecía deshilacharse. Anna, sentada en soledad, enfrentaba a sus captores de blanco impoluto – figuras cuya pulcritud resultaba tan antinatural como sus rostros inexpresivos, máscaras humanas que ocultaban algo más antiguo y terrible.
Su conversación fluía con una monotonía estudiada, como un ritual ensayado durante eones. «¿Todo a punto en la entidad?» La pregunta flotó en el aire viciado del vagón. La mujer, con un movimiento de cabeza que pareció desafiar las leyes naturales del movimiento, respondió con un acento que sonaba como una parodia de lo humano: «Cuando lleguemos a transchaco…»
El libro – el anacrolibrum – pesaba en sus pensamientos como una losa sepulcral. Anna, manteniendo una máscara de indiferencia tan perfecta como la de sus captores, lanzó la pregunta al vacío: «¿Dónde está el anacrolibrum?» Las miradas que recibió en respuesta eran pozos sin fondo, abismos que amenazaban con devorar su cordura.
La oscuridad del vagón parecía alimentarse de la luz que emitían los trajes blancos de sus captores. El profesor Muraki, consumido por cálculos desesperados, evaluaba sus posibilidades mientras el tren devoraba kilómetros de noche. Sus muñecas delgadas contra las esposas occidentales le sugerían una esperanza – una que pronto se transformaría en un acto de desesperación.
Su intento de fuga fue como una danza macabra: el golpe, el grito, el momento de caos… todo orquestado por fuerzas que parecían reírse de sus esfuerzos mortales. La mujer de blanco, con una fuerza que desafiaba su frágil apariencia, lo sometió contra un suelo que irradiaba un frío sobrenatural, como si conectara directamente con algún reino glacial más allá de nuestra realidad.
La noche cayó como una mortaja sobre el vagón, y el sueño los reclamó contra su voluntad. El frío se intensificó hasta que pareció emerger de sus propios huesos, mientras el chirrido de las vías sonaba como el lamento de almas perdidas.
El amanecer trajo consigo sacos sobre sus cabezas – una oscuridad artificial que apenas podía competir con las sombras que habían presenciado. El viaje continuó por carreteras que serpenteaban como venas en un cuerpo enfermo, hasta llegar a instalaciones que parecían existir en el límite entre dos mundos.
El líder que los recibió era una figura que desafiaba la simplicidad de la descripción: cuarentón, barba imperial, ojos color miel que parecían contener conocimientos prohibidos. Su discurso sobre vínculos y libertad resonaba con ecos de verdades más oscuras que las que sus palabras sugerían.
Las instalaciones mismas parecían un anacronismo: azulejos de otra época, luces halógenas que brillaban con una intensidad antinatural, y esos árboles… los Tajy o Lapacho, cuya belleza estaba siendo consumida por una podredumbre negra que parecía simbolizar algo más siniestro que una simple enfermedad vegetal.
En sus habitaciones individuales, cada uno enfrentaba su propia versión de la soledad. Las ventanas enrejadas enmarcaban un mundo exterior que parecía cada vez más lejano e irreal. Los uniformes blancos que les esperaban eran como la promesa de una transformación que ninguno estaba seguro de desear.
La «entidad», ese concepto que flotaba en el aire como un mal presagio, comenzaba a tomar forma en sus mentes, aunque ninguno se atrevía a darle voz a sus sospechas. El libro, los uniformes blancos, los rostros inexpresivos, la podredumbre en los árboles… todo parecía parte de un patrón más grande y terrible que apenas comenzaban a vislumbrar.


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